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Don Quijote de la Mancha

Algunas veces lo había intentado ya, pero leerme la obra cumbre de la literatura española no era fácil. Cuando lo intenté por primera vez (tendría alrededor de los catorce años, y ya había disfrutado con esta serie de dibujos animados) recuerdo que me parecían las aventuras de un loco, de donde lo único que podía sacar era un cúmulo de absurdos y despropósitos; la segunda vez (rondaría los 18, allá por el último gran verano tras finalizar COU) ya pude experimentar otras sensaciones: la nobleza (no de títulos sino de carácter), la lucha por un ideal, etc., pero reconozco que tampoco me enganchó lo suficiente para atreverme a llegar al final. Cuando un libro no me gusta lo dejo y cambio a otro. Leer ha de ser un placer. Que no me guste un libro no implica que piense que ese libro sea malo sino que, quizá, no sea el momento adecuado para su lectura.

A la tercera ha sido la vencida. El gran Don Quijote de la Mancha llamó a mi puerta el verano pasado (el año 2005 se conmemoró el IV Centenario de la publicación de la primera edición: 1605) y, durante un año, se convirtió en mi compañero de sueños cada noche antes de apagar la luz.

¡Qué puedo yo decir de este libro TAN GRANDE! Simplemente me atreveré a comentar que en este libro está la historia de la humanidad entera. Se pueden apreciar con una nitidez deslumbrante las distintas caras del ser humano: la traición y la fidelidad, la bajeza y la grandeza, el amor y el desamor... y por supuesto, el idealismo y el realismo. Quizá este sea uno de sus grandes secretos. Quizá por esto nunca pase de moda.

Dejo aquí la penúltima punzada que sintió mi corazón, allá por los capítulos finales (el LXVI de la segunda parte, titulado: Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que lo escuchare leer), que comienza así:


     Al salir de Barcelona volvió don Quijote a mirar el sitio donde había caído
y dijo:

     —Aquí fue Troya; aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcan-
zadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se
escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levan-
tarse.

     Oyendo lo cual, Sancho dijo:

     —Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las des-
gracias, como alegría en las prosperidades, y esto lo juzgo por mí mismo; que
si, cuando era gobernador, estaba alegre, agora, que soy escudero de a pie, no
estoy triste. Porque he oído decir que esta que llaman por ahí Fortuna es una
mujer borracha y antojadiza y, sobre todo, ciega, y así, no vee lo que hace, ni
sabe a quién derriba ni a quién ensalza.

     —Muy filósofo estás, Sancho —respondió don Quijote—; muy a lo discre-
to hablas; no sé quién te lo enseña. Lo que te sé decir es que no hay fortuna
en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen
acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele
decirse que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía, pero no
con la prudencia necesaria, y así, me han salido al gallarín mis presunciones;
pues debiera pensar que al poderoso grandor del caballo del de la Blanca Luna
no podía resistir la flaqueza de Rocinante. Atrevime, en fin; hice lo que pude,
derribáronme y, aunque perdí la honra, no perdí ni puedo perder la virtud de
cumplir mi palabra. Cuando era caballero andante atrevido y valiente, con mis
obras y con mis manos acreditaba mis hechos, y agora, cuando soy escudero
pedestre, acreditaré mis palabras cumpliendo la que di de mi promesa. Camina,
pues, amigo Sancho, y vamos a tener en nuestra tierra el año del noviciado, con
cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al nunca de mí olvi-
dado ejercicio de las armas.

¿Cuánto nos quedará por vivir?

Y ya con mis años vividos, ¿cuántas otras tantas lecturas tendrá?

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